miércoles, 10 de diciembre de 2014

Esas manitos tan pequeñas entre cristales a veces aparecen para continuar con su búsqueda anacrónica, esa búsqueda azul que se sumerge en el vaho producido por los ojos insípidos de quien se detiene y observa cuidadosamente hasta que lo pierde todo, hasta que lo deja atrás o al frente y no interesa. Las manitos continúan; forman mareas en donde se vislumbran innumerables dedos que se mueven y retuercen, luego cesan, se contraen, pero en ese instante comprenden la situación y retornan con más ímpetu, aunque en cada cúspide se produce la inquietud, la duda tumultosa y eterna, aquella que los detiene y, a su vez, los piensa. Pero continúan.
Pero yo no puedo continuar. Ahí, a dos asientos de mí, está él. Tantos paréntesis y pasajes reunidos en este instante, tantas noches de Coltrane y de Parker, de inciensos y luces heladas que ahora lo acarician y lo besan mientras espero que no baje, ah, no quiero que baje, no quiero que desaparezca otra vez entre las calles populosas, que se pierda como algún pájaro muerto caído en el mar y sepultado bajo arena. Qué mierdas pienso. Le susurraré al oído que me siga, lo conduciré a mi departamento, nos embriagaremos de esa terrible soledad que emana de las paredes, entraremos a mi habitación, me desnudaré y me acostaré sobre él, lo besaré, lo desnudaré, y, bañados por el rojo de la mezcla del sol y las cortinas, haremos el amor, primero acostados, después con las bocas, con las manos, de rodillas, tan suave, tan caliente. Pero no querrás que mis labios acaricien nuevamente tu cuerpo, no después de habernos sumergido en esas sábanas que nos hicieron despertar con otro techo sobre nosotros.